La persecución
Nos pasa una cosa curiosa.
Nos hemos sumergido en una persecución eterna.
Como el título de la película En busca de la felicidad, así vamos todos.
Solo que la película acaba cuando el protagonista alcanza su objetivo.
Pero nuestra vida continúa cuando logramos un objetivo y cuando no lo logramos, también.
Tal y como hemos concebido la felicidad, no habrá nunca un momento en que lleguemos a la meta, sino que siempre habrá otra cosa que superar, que conseguir.
Entonces esa búsqueda no tiene mucho sentido porque es un tesoro que no existe.
Es un viaje sin destino.
Es vagar por ahí.
Así que en En busca de la felicidad se debería llamar Persiguiendo la felicidad.
Este concepto que tenemos creo que puede estar bastante relacionado con el tipo de sociedad en la que vivimos, en la que siempre hay que crecer y mejorar.
Siempre podemos tener una casa mejor, un cuerpo mejor, unas relaciones mejores… Hay que prosperar todo el tiempo, que estancarse es malo.
Pensamos en esas personas que llevan una vida estancada como si fuera el infierno.
Pero ¿y si ellos ya han encontrado su manera de estar bien y eso es suficiente?
¿Y si la felicidad de alguien es levantarse cada día, desayunar lo mismo, hacer lo mismo después y estar muy tranquilo?
¿Quién somos los demás para decir que hay que avanzar, prosperar, mejorar…?
¿Por qué está mejor vivir en una persecución constante que pararse en un punto?
No tengo ni idea.
Pero sé que el crecimiento constante no me parece bien.
No me parece bien que la economía tenga que crecer para siempre porque acabamos con los recursos.
Lo mismo con la población.
No me parece que cada vez tengamos que tener más y mejores cosas.
No me parece que tengamos que ascender todo el tiempo.
Así que creo que tampoco me parece que tengamos que estar continuamente en busca de más y mejor.
Creo que debería haber un punto de «ya está, esto es suficiente».
No tener nunca suficiente no me parece sano.
Felicidad enlatada de gurú
Si algo nos gusta más que una chuchería a un niño pequeño, es una historia de superación.
Ahí está Laura (o cualquiera), en su escenario contando cómo tuvo una infancia de mierda, seguida de una adolescencia problemática y una juventud cuestionable.
Pero un día, cuando había tocado fondo y se había arrastrado por él, vio la luz.
Y entonces, tomó las riendas de su vida.
Cambió todo.
Ahora es feliz y cuenta su historia para ayudar a los demás a cambio de un buen puñado de monedas.
Y aplaudimos a Laura y lloramos con su historia y queremos ser como ella. Así que le damos esas monedas que no tenemos a ver si nos sana con la sabiduría que le ha dado la codiciada universidad de la vida.
Mira.
Tinder no quiere que encuentres pareja, porque lo suyo es que sigas utilizando la aplicación. Así que te proporciona alguna experiencia medianamente satisfactoria para que no la abandones. Pero sin llegar a nada para que sigas sintiendo la fría soledad en el cogote y trates de aliviarla con cada match nuevo.
Laura es como Tinder.
Te presenta su caso y los demás casos de éxito que ha tenido. Te lo crees y pruebas.
Te sientes un poco mejor que antes porque al menos estás haciendo algo por ti.
Pero no llegas a ser Laura.
No alcanzas nunca la felicidad buscada.
Así que sigues ahí, enganchándote a cada nueva forma que tiene Laura y otras Lauras de sacarte un poco más.
La felicidad es un gran negocio.
Libros, cursos, aplicaciones, programas…
Gurús con recetas mágicas.
Profesionales de la felicidad.
Todo esto, en detalle, en el libro:
¿Por qué hay que ser feliz?
Piénsalo un momento.
¿Por qué? ¿Por qué ese debe ser nuestro objetivo en la vida?
«Joer, Lorena, de verdad. Si es que pareces tonta, la vida pasa rápido y no querrás morirte habiendo sido una infeliz».
Puede.
Pero la verdad es que desde hace tiempo no hago las cosas porque me hagan más o menos feliz. Si no para estar bien conmigo, tranquila, en paz.
Y que si me muero mañana no hay cosas pendientes con nadie.
Cosas por hacer siempre habrá, pero no temas pendientes.
Por eso, aunque las conversaciones incómodas no me hagan feliz, intento tenerlas. O por eso, aunque no me haga nada feliz hacer algo por alguien, lo hago.
¿Por qué se valora más la felicidad que la bondad?
¿Por qué «tenemos derecho» a ser felices y de «buenos somos tontos»?
Que igual es mejor ser buena gente que perseguir la felicidad como un burro a una zanahoria.
Que lo mismo siendo buena gente se consigue mucho más porción de felicidad, aunque ese no sea el objetivo.
Que igual el tonto no es el bueno, si no el que vive en la constante persecución de su felicidad individual.
Quizás sea que la modernidad líquida configura nuestras vidas sin saberlo.
Nosotros o tú
Nosotros es el pronombre que más utilizan los líderes. Políticos y no políticos.
Es una palabra que he evitado utilizar en muchas situaciones porque me daba miedo.
¿Y si le digo «nosotros» a esta persona y se cree que quiero una relación?
¿Y si le digo «nosotros» a este cliente y piensa que he aceptado el proyecto? O peor aún, ¿y si piensa que me he implicado tanto que no quiero cobrar?
Nosotros significa justo eso, implicación.
Pero vivimos en un momento en el que implicarse no está del todo bien visto.
El consejo que más veces me han dado es «pasa de él».
Y así vamos, desapareciendo de la vida de la gente sin ni siquiera pestañear.
Vamos de unas personas a otras, de unas cosas a otras, sin pararnos a pensar en nada más que avanzar.
No tengo ni idea hacia dónde queremos avanzar con tanta prisa, pero es más fácil deshacerse de la gente que cambiar de compañía de teléfono.
Y lo único que permanece en el tiempo es el «yo».
No es de extrañar que este grado de individualismo nos haga sentir inseguros y solos. Pero es muy fácil dejarse llevar por el «yo» y huir del nosotros.
«Nosotros» requiere trabajo, esfuerzo y hacer cosas que no siempre nos apetecen.
El «yo» es más cómodo.
No tenemos que aprender nada. Solo tenemos que ser iguales que cuando teníamos 5 años.
El individualismo es uno de los capítulos que más incomodidad me generan del libro de Bauman, La modernidad líquida.
Reflejo de lo que soy o he sido muchas veces sin que me parezca bien.
El capítulo termina con un: divididos compramos más.
¿No te da un poco de miedo?
¿Necesitamos una comunidad?
Desde pequeña me he sentido siempre un poco fuera de lugar. Como si no perteneciera a nada en concreto ni a ninguna parte.
De adolescente, parecía que todo el mundo tenía un grupo de amigos y yo iba de visita de un grupo a otro.
Me relacionaba con todos, no me asentaba en ninguno.
Y aunque llevo 17 años viviendo en la misma ciudad, me sigue costando decir «soy de aquí».
No sé, quizás soy muy extraña, pero no me he sentido mal por ello.
Sin embargo, he visto a mucha gente en mi situación o parecida. Y buscan desesperadamente pertenecer a algo. Tener una comunidad.
Y eso no está mal (menos por lo de desesperadamente).
Las comunidades nos ofrecen apoyo, nos arropan y nos quitan esa sensación de soledad tan desagradable y triste.
Ya no tenemos que arreglarnos los problemas solos y eso es un alivio.
Pero muchas de estas comunidades están muy acotadas en el tiempo. Tienen un principio y un fin.
Y como no perduran en el tiempo, luego volvemos a nuestro estado inicial de vacío existencial.
Al contrario que las verdaderas comunidades, que se mantienen, las comunidades de guardarropa (como las llama Bauman), no tienen una «causa común» ni velan por nuestros intereses individuales.
Solo son espectáculo.
Y esas no son las comunidades que necesitamos.
Pero esto te lo explica mucho mejor Bauman que yo.
PD: Aquí termino esta especie de temática más social, para cambiar a algo totalmente diferente. Hablaremos de creatividad, entre otras.
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